domingo, 29 de agosto de 2010

Una bala, un disparo, una oportunidad.

Hay decisiones y decisiones.
Decisiones que buscamos rehuir, que pueden cambiar nuestra vida o que acaban siendo una triste anécdota.
Busca opiniones, piensa, meditalo.

Cada segundo que tardas en actuar, el resultado final es diferente, y lo sabes.
Dudas, piensas, meditas, sopesas las opciones, lo calculas todo al milimetro, sabiendo que el tiempo corre en tu contra.
Y te agobia. Te rompes. Te mata la presión.
Porque sabes que esa misma decisión es importante.
Y sabes que por mucho que pienses, al final todo se decidirá al final. En un último segundo.

Y cuando metes la bala en el tambor del revolver, entiendes que no hay vuelta atras.
Echas para atras el martillo. Apuntas.
Piensas. Apretas el gatillo. Y disparas.

La aguja golpea el punto crítico.
La polvora libera una energía, energía que se canaliza en una dirección gracias al cañón.
Cañón que hemos apuntado hacia la dirección que queremos.
Dirección que no tiene que ser la correcta.

Además de la dirección, hay que pensar en el momento. No puedes actuar a la ligera.
Debes calcular el instante preciso en el que accionar el gatillo.

Y luego la verificación del impacto.

Y después de todo eso, piensas que tomar esa decisión era lo de menos.
Calcularlo todo, e incluso decidirse a disparar, se resumen en unas décimas de segundo.

Y despues de disparar,...esperas. Esperas que hayas acertado en el sitio y el momento preciso.

Esperas que esa decisión haya sido la correcta, y que no acabe todo siendo una triste anécdota que
contar a tus amigos mientras echas una partida de mus después de comer.

Esperas que todo salga bien.

Y eso no depende de ti.

Joven anarquista, esperando no encontrar un revolver cargado, no vaya a ser que dispare.

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